En nuestro país, el Estado ha ignorado históricamente su responsabilidad respecto a la cultura. El Ministerio de este sector cambia de titular con una frecuencia inaudita, evidenciando la ausencia de una política orgánica y una total falta de respeto por la comunidad de creadores y gestores culturales.  

En el recién inaugurado Congreso, de manera increíble, pero a la vez elocuente, la responsabilidad de la comisión de cultura ha sido entregada al Frepap, una institución político – religiosa que más allá de las distancias o cercanías, jamás se ha caracterizado por sus aportes en esta área. Tal vez próximamente, en el momento menos pensado, también tengamos una ministra o ministro de cultura del pescadito, según la conveniencia del momento. Recordemos que hace poco tuvimos un tenor fusible que ni siquiera llegó a cantar su obertura. De acuerdo a los criterios con que se maneja la cultura desde el Estado, ya nada sorprende, todo puede pasar en nombre de la estabilidad y el desarrollo.

Frente a la crisis actual, el ministerio de cultura y el presidente permanecieron en silencio respecto al sector cultural. Solo la presión de la ciudadanía y de los artistas ha hecho que en el día dieciocho de la cuarentena, a raíz de la pregunta de un periodista, el presidente toque públicamente el tema de manera genérica.

La cultura en el Perú se mueve con intensidad y es fecunda gracias a las profundas raíces que nos nutren y por el esfuerzo particular de sus creadores y gestores contemporáneos. En particular, las artes escénicas reúnen una gran diversidad de propuestas independientes que coexisten desarrollando infinidad de proyectos, tanto en espacios y circuitos más o menos establecidos, como en ámbitos no convencionales, donde con gran creatividad y visiones alternativas se generan no solo propuestas artísticas valiosas, sino también proyectos integrales que incluyen experiencias pedagógicas y estrategias de autogestión y participación comunitaria que rebasan los criterios de producción cultural convencionales. Estos proyectos que por lo general son poco valorados y visibilizados, representan experiencias de gran trascendencia sociocultural asentadas en valores que cada vez son más imprescindibles para la dinámica social y para el trabajo cultural en general: diversidad, inclusión, creatividad, innovación, sentido crítico, memoria, interculturalidad, participación solidaria, compromiso comunitario y bien común, revaloración de espacios públicos, atención de derechos fundamentales. Se trata de grupos y proyectos que desarrollan objetivos culturales y educativos a mediano y largo plazo, y que gracias a su compromiso y persistencia, han logrado generar procesos, memoria, transmisión y formación de varias generaciones de artistas, creadores multidisciplinarios y gestores que trabajan a tiempo completo para el desarrollo de sus comunidades y del país, convencidos del poder trasformador y de los valores transversales del arte para el desarrollo integral de personas y colectividades.

La situación de crisis a causa de la pandemia, debe hacernos reflexionar no solo en cómo afrontar el retorno a la llamada normalidad, sino por el contrario cómo desvelar la disfuncionalidad de esa supuesta normalidad en la que se desarrolla la vida del país, en sus múltiples esferas, y en particular en el ámbito del trabajo cultural, tanto en Lima, como en el resto del territorio, donde existen realidades singulares y complejas que no deberíamos estandarizar según criterios hegemónicos y centralistas.

El Estado, errático en asuntos de cultura, se aferra al concepto, casi sacralizado, de industria cultural para implementar mecánicamente iniciativas dispersas y cumplir famélicamente sus obligaciones constitucionales. ¿Es este el marco unívoco al que queremos regresar pasada la crisis? ¿No es posible incluir otros paradigmas? ¿No sería la incorporación de la diversidad de caminos y el respeto a las singularidades, un reto enriquecedor?

La coyuntura actual impulsa a los sectores culturales a la generación de iniciativas para afrontar la crisis y el descalabro, pero se abre al mismo tiempo una oportunidad para reflexionar y sobre todo actuar a futuro sobre ese estado de “normalidad”.

¿Saldremos de la emergencia explícita y desbocada en la que nos encontramos, para retornar a la emergencia crónica y soterrada en la que se desarrolla la cultura diariamente (no solo la cultura) en nuestro país?

La mirada ecológica nos enseña a valorar la biodiversidad como signo de riqueza y fortaleza para el desarrollo autosostenible. La dinámica de la circulación de la energía, las interdependencias y las cadenas de vida no admiten la estandarización. Este es el debate entre la mirada y práctica extractivista que uniformiza y depreda en nombre de los valores mercantiles y la ecología profunda, que busca la preservación del equilibrio dinámico de la vida en toda su complejidad, un equilibrio en el que cada especie, aún las menos “mercantilizables” cumplen una función fundamental constituyendo una red de relaciones dinámicas, antagónicas y complementarias.

Podemos establecer un equivalente y pensar en la ecología de la cultura: es indispensable respetar la diversidad de enfoques y propuestas, valorar sus particularidades y preservar su complejidad. Todos los proyectos, con sus visiones variadas y aún antagónicas, aportan a la vida cultural. Su valor y trascendencia radica en su relación orgánica con los diversos sectores de una sociedad de múltiples voces y en constante transformación. Frente a esta dinámica compleja, rica en procesos y matices, el predominio de la “mirada industrial”, centrada en los productos e inspirada sustancialmente por la lógica uniformizante del mercado, resulta insuficiente y empobrecedora para el desarrollo de un potencial cultural que requiere más bien una mirada holística.

La crisis viene impulsando a nivel global innumerables relecturas transdisciplinarias sobre temas medulares que están entrelazados y que son de importancia vital para el desarrollo material e inmaterial de los pueblos. Uno de los temas recurrentes en estos análisis está referido al colapso de la sociedad de consumo, el fundamentalismo capitalista y sus patologías del bienestar. Hace falta alimentar una reflexión crítica sobre los paradigmas que tienden a situar a los creadores culturales como proveedores de mercancías, a los gestores como agentes de ventas y al público como una masa acrítica, más o menos uniforme para el consumo, ignorando la existencia de multiplicidad de prácticas culturales tradicionales y contemporáneas donde el aspecto comercial, sin ser desconocido, no es necesariamente el motor ni el fin primordial.

El teatro peruano de grupos y artistas independientes tiene al respecto una historia valiosa de más de cinco décadas, una experiencia significativa de reflexión crítica y prácticas en las que la capacidad de resiliencia y el sentido creativo han tejido una pluralidad de propuestas de organización, acción artística interdisciplinaria e intercambio con público de todos los sectores y rincones del país. Hace falta valorar esta memoria y reafirmar los soportes éticos que han permitido, generalmente a contracorriente, impulsar estos procesos.

En otros sectores artísticos existen igualmente diversos movimientos y experiencias colaborativas invalorables, que a pesar de las condiciones adversas enriquecen la vida cultural del país con respuestas contundentes.

En estos momentos de cuarentena los números son apremiantes. Los artistas necesitamos generar estrategias independientes de respuesta y a la vez exigir al Estado incluir a los creadores y gestores en los planes socioeconómicos a corto, mediano y largo plazo. Pero recordemos que lo medular no está solo en lo cuantitativo, en lo coyuntural, lo esencial hacia el futuro, está en el tejido profundo, en los paradigmas.